2011-11-10 13:14:13https://www.jesuscaritas.it/wordpress/es/?p=329

Al finalizar una jornada de oración silenciosa (día de “desierto”) en pleno otoño y bajo el sol resplandeciente que hace resaltar las maravillas de la creación, deseo compartir estas pocas reflexiones sobre la oración como parte constitutiva de la vida cristiana.

Para todo creyente la oración es en primer lugar una exigencia del corazón, una dimensión indispensable, solo en seguida puede convertirse en una “virtud” y, a veces, una característica que lo identifica. Sin embargo el ser o profesarse creyentes no siempre coincide con el ser “hombres y mujeres de oración”; viceversa, no es fácil (para mi) afirmar que las personas que normalmente no van a la iglesia o indiferentes a los temas religiosos puedan ser “tachadas” como personas no religiosas y por consecuencia áridas.

Pero ¿cómo se entra en la oración? ¿Es posible alcanzar un verdadero “diálogo” con el Señor? Es cierto que Jesús nos dice que él está presente en todo momento y en todas partes. Así responde a la Samaritana cuando le pregunta a cerca del lugar en dónde poder realizar una auténtica oración (Juan 4,19-24).

En el misterio de la Encarnación, Dios entra plenamente en la historia de la humanidad. Pero al mismo tiempo todos tenemos necesidad de encontrarlo personalmente y de establecer una amistad con él. Esto es posible por medio de la oración: nos lo exige el corazón, y frecuentemente la vida concreta con sus desafíos. Muchas veces nuestro corazón está como “sobrecargado” de pensamientos, preocupaciones, compromisos, tentaciones, etc., y caemos en la cuenta que la oración no es una opción sino algo indispensable. Un maestro de espiritualidad (T. Radcliffe) enseña que el gozo del cristiano es la convicción de pertenecer a Dios. Un verdadero cristiano no teme la tristeza porque esta no es lo opuesto del gozo, lo opuesto del gozo es la dureza de corazón. Cuando no tenemos un “corazón de carne”, sino de piedra, ya no somos capaces ni de alegrarnos del bien y mucho menos de sentir la tristeza ante las desgracias personales o del mundo entero. En resumen: ya no amamos.

Para poder rezar se necesita un ambiente silencioso, un lugar bonito que nos inspire a abrir nuestro corazón a Dios. Podemos ayudarnos con la belleza de la creación, o con las imágenes sagradas que expresan la belleza del misterio de Dios. Todo esto nos conduce a Aquel que es la belleza por excelencia, hacia la Palabra, sobre todo hacia la Eucaristía. Pero seguramente muchos me dirán: «Dices bien, hermano, porque eres afortunado, ¿y qué es de nosotros que vivimos en las ciudades caóticas, en un duro trabajo, con un ritmo acelerado y normalmente en contextos en donde se piensa y se habla de todo, menos que de Dio?».

Si negamos que en cuanto a la oración algunos (pocos) somos privilegiados mientras la mayor parte de los creyentes viven cotidianamente el reto de la fe ¡estaríamos en las nubes! Nuestro corazón es humano, y un corazón de carne necesita de elementos materiales para poder amar. Nunca lo olvidemos. Es necesario que pensemos en la oración como a una relación amorosa o de amistad entre dos personas. Y si para vivir la amistad necesitamos formas concretas (tiempo, palabras, gestos de atención, ¡internet!) para encontrarnos o para dialogar, debemos pensar lo mismo para nuestra relación íntima con Jesús. Si no me preocupo ni me esfuerzo para crear momentos reales de oración nunca lograré rezar.

Un monje egipcio (Matta el Meskin) dice que como el monje conforma su trabajo a su ritmo de oración, así quien vive en el mundo debe conformar su oración a su ritmo de trabajo, y podemos añadir: a su vida familiar. El hemano Carlos de Jesús decía que «querer amar es ya amar», lo que podríamos declinar con querer rezar es ya un buen inicio. Necesitamos solo crear ocasiones posibles, desde quien trabaja en finanzas y tiembla por la suerte de la nación hasta el cura que tiene tiempo para todos, ¡menos que para la oración!

 

Los más privilegiados podemos acoger la invitación de Padre René Voillaume cuando escribe a las Fraternidades y habla de la vocación de convertirse en “delegados de la oración” del mundo entero, particularmente por aquellos que, a pesar de desearlo desde el profundo del corazón, por diferentes motivos no conducen una vida regular de oración.

La próxima vez que harás oración, ¡ora también por mi!

Oswaldo Curuchich

 

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