Encarnacion 1El pasado mes de agosto tuve la oportunidad de visitar de nuevo Tierra Santa y de detenerme en los lugares que guardan la memoria del Salvador del mundo Jesús de Nazareth, sobre todo Belén, Nazareth y Jerusalén. Es siempre emocionante llegar a los lugares que nos recuerdan el Evento de la Encarnación, caer de rodillas para tocar con las propias manos y besar la tierra en donde Jesús nació, creció, jugó con los demás niños y después proclamó el Evangelio: la buena noticia de nuestra salvación.

Estos son algunos de los lugares más importantes: el Monte de las Bienaventuranzas y el lago de Galilea; Caná en donde Jesús cambió el agua en vino anunciando la alegría de los creyentes por la presencia del verdadero Esposo de la humanidad; Betania el pueblecito de Lázaro, Marta y María, los amigos de Maestro, y donde nos enseñó que la “amistad con Cristo” es el nuevo modo de entender y vivir la propia la conversión; Gericó la patria del ciego Bartimeo que imploraba a gritos la misericordia, y de Zaqueo, el “pecador público” que Jesús sorprendió al decirle que iría a cenar a su casa porque vio en él en primer lugar a un “hijo de Abraham” que necesitaba ser salvado y no un pecador por condenar; Samaría en donde dialogó con la Samaritana y profetizó que los verdaderos adoradores no necesariamente debían entrar en el Templo de Jerusalén para poder adorar al verdadero y único Dios; etc.

Mucho sabemos de la vida de Jesús, sobre todo conocemos sus palabras, sus milagros y sus gestos de misericordia. Los evangelios nos dicen poco acerca de lo que hizo en los “años silenciosos de Nazaret”, y la Iglesia nos ha enseñado a considerar el período más largo Su vida como la “vida escondida” en Nazaret… Encarnacion 3Actualmente estamos más concientes que Jesús (nombre común que significa “Dios salva”) fue un niño y un adolecente como los demás: vivió intensamente las alegrías y las penas de su gente, fue obediente al Padre y a sus “papás” José y María. Pero muy poco nos atrevemos a sacar la conclusión fundamental del Evento de la Encarnación: si Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios, vivió como uno de nostros, eso significa que también nosotros podemos vivir como Él, gozar y sufrir con nuestra gente, ser obedientes a Dios y a las leyes humanas, imitar su vida, y posiblemente llegar hasta tener «los mismos sentimientos que fueron de Cristo Jesús» (Filipenses 2,5). Aprendemos a memoria las parábolas evangélicas, pero no somos capaces o nos cuesta mucho aceptar que las lecciones que encierran necesitan ser actualizadas y aplicadas a nuestra propia vida antes que exigirlas a los demás.

Conocer el Evangelio, al mismo modo como conocemos un romance o un film, nos convierte en cristianos de nombre, pero no en convertidos. Ser obedientes sin el uso de nuestra inteligencia y de nuestra libertad como hijos de Dios (Gálatas 5,13-18) nos convierte en prisioneros de nuestras convicciones o en las ideas de aquellos que nos guian y que tienen el deber de abrir nuestras mentes a la inteligencia del Evangelio. Es fácil ser hombres y mujeres “radicales”, pero entendiendo por radicales la incapacidad de escuchar a los demás; radicales en el sentido del clericalismo (“tengo siempre la razón porque soy un sacerdote”) que nos consideramos superiores a nuestros hermanos y los tachamos como “ignorantes” e incapaces de comprender; radicales en el sentido que aplicamos aun la vieja doctrina que proclamaba «Extra Ecclesiam nulla salus» (“fuera de la Iglesia Católica no hay salvación”) y consideramos a todos los demás como “paganos”, “idólatras” y hasta “hijos del demonio” que ya no tienen remedio y están destinados a la pena eterna; ser radicales en este sentido negativo significa incluso estar dispuestos a “entregar la propia vida” –sin excluir la violencia– con tal de “proteger los intereses de la Iglesia”, pero que casi siempre son nuestros intereses personales. Ser radicales en este sentido equivale al fundamentalismo religioso, una amenza para los hermanos más débiles y para la misma sociedad.

Encarnacion 4Al contrario: ser discípulos, hombres y mujeres, RADICALES según el radicalismo evangélico, es decir según el espíritu auténtico del Evangelio significa ser capaces de vivir hasta las últimas consecuencias las enseñanzas de Jesús: «No juzguen y no serán juzgados»; «Bendigan a quienes los maldicen»; «Perdonen y serán perdonados»; «No te digo 7 veces, sino hasta 70 veces 7»; «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos»; «Den a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios»; «Quien esté libre de pecado que lance la primera piedra»… Sobre todo, ser radicales, significa hacer lo que Jesús hizo: a pesar de ser el Maestro y el Señor lavó los pies de sus discípulos, y «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Juan 13,1), es decir hasta dar la vida por ellos; por eso concluye la Primera carta de Juan: «Hemos conocido lo que es el amor en aquel que dio la vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (3,16).

«Es cierto que, si Jesús es Dios hecho hombre –escribe Carlo Carretto–, algo de radical debe cambiar en la vida del hombre. Si el absoluto de Dios ha entrado en la historia, ya no existe una historia qualquiera. Con la Encarnación la humanidad ha sido transformada en el “ambiente divino” y el hombre en familiar de Dios, consanguineo de Cristo».

Oswaldo Curuchich jc

Encarnacion 6